Cultura Plebeya


Ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir. 
Por Mario Vando




“Por la alegría vivimos. 
Por la alegría hemos ido al combate y por la alegría morimos.
 Que la tristeza no sea nunca unida a nuestro nombre”. 
Julius Fucik.

  






 El sonido ensordecedor de los disparos dejó aturdida a la niña que se encontraba sentadita sobre la cama. Apenas un año de vida, una vidita hermosa, recién nacida, nacida de forma urgente, a las corridas, con su mamita hermosa, joven, linda, bella como una mañana fresca de primavera en la que el sol sale para calentarnos el cuerpo y decirnos que la noche se fue, que llegó el día, que las lágrimas lloradas a la noche se pueden ir bien al carajo, que el día hace de día la pelea de una juventud hermosa que da la vida por los que menos tienen, la vida por los pobres, la vida por los trabajadores, la vida por un pueblo humilde que sufre, que llora y sin embargo pelea. La niñita, sentadita en la cama, con su cuerpito hermoso envuelto en ropa de bebé. La madre a las corridas, los compañeros a las corridas. El combate de la calle Carro. Los milicos se parapetan por todos lados. La niñita llora, llora por puro bebita que es, la mama la alza, la carga, le da la teta, la tranquiliza, la vuelve a dejar en la cama, la bebita sonríe, de puro bebita que es, quizás la madre recuerda a su padre haciendo lo mismo con ella, ese padre clandestino que también pelea por su vida, que corre de un lado para otro buscando informar con cualquiera de los medio que esté a su alcance, el telégrafo, el mimeógrafo, la palabra escrita y oral. Una familia de apellido peronista. Una familia de apellido perseguido, acorralado, asesinado, desaparecido. Los milicos rodearon la casa, desde la madrugada, la beba mira a la madre en camisón, se le caen las lágrimas. Tiene hambre, quiere teta. Tiene miedo, quiere que la abracen. La madre la abraza, la acurruca, la besa, llora con ella. La deja en la cama. La madre corre hacia los compañeros, los fierros listos para enfrentar a la milicada. El gorila al mando del batallón rodea la casa. La beba llora. Se rompe el espeso silencio de la madrugada, los tableteos de las faps se escuchan hasta partir los nervios. La madre piensa en la hija, en su compañero desaparecido, en su padre perseguido, acorralado, censurado, olvidado. La vida por Perón, la vida por el futuro de un pueblo explotado, la vida por la causa solidaria de dejar de ser lobos del hombre y partirles en la cara a los milicos la cachetada que necesitan. La beba llora, se le caen las lágrimas sentadita en la cama, quiere a su madre que se prepara para dar la vida. Quiere a su padre que ya ha perdido en manos de los milicos que te despellejan si caes en sus manos. La beba llora, las lágrimas perforan la cabeza de la madre, duele más que un balazo en su propio cuerpo. La vida se deja por el pueblo y por uno mismo. Querer a un pueblo es quererse a uno mismo. El otro soy yo, piensa la madre. Esa beba llorando, desgarrando esa madrugada, son las lágrimas de los jóvenes perseguidos, muertos, desaparecidos. Los morterazos se escuchan al mismo tiempo que los pajaritos cantan la madrugada. La milicada asesina rodea el patio, la cuadra, la calle, el jardín. Todo. Todo rodeado. Los pibes en la casa, la bebita en la cama a puro moco tendido. La madre tranquila, piensa que esa es su decisión, que nadie la obliga, que la decisión de dejar la vida por los otros la hace libre, linda, joven, eterna. La madre joven que se hace eterna dando su vida por los demás, por sus compañeros y para sus compañeros. El escenario de sus últimos años pasa delante de ella. El recuerdo de la joven convertida en mujer por su compromiso político. Los 22 años recién cumplidos. El ingreso a la Organización. El retorno del General. Ezeiza. El trabajo en el diario. El frente sindical, la escuela de formación. El trabajo periodístico. La formación militar. Los primeros enfrentamientos. La triple A. El grado de Oficial 2° ganado por el compromiso. El diario La Opinión. El desprecio profundo por Jacobo Timerman y su asquerosa denuncia hacia sus propios periodistas guerrilleros. La huida del diario para nunca más volver. El recuerdo se detiene, la niña sentadita sobre la cama, envuelta en su ropita recién puesta tras el baño de madrugada, sigue rompiendo en llanto mientras los milicos se acomodan y empiezan a tirar. Tiren hijos de puta, tiren, que acá los recibimos y desde acá se las vamos a devolver. El llanto se hace estruendo. Los pibes desde los techos, otros desde el primer piso, otros desde planta baja. Se enfrentan a los milicos a tiro limpio. Faps, fal, metralletas Halcón, jóvenes en camiseta y pantalón, contra un ejército armado hasta los dientes, con tanques y helicópteros, con una sed de sangre digna de bestias inhumanas. El recuerdo vuelve como espasmo entre los tableteos de las armas disparadas con ardor contra el enemigo. La partida del diario que la denuncia y la deja sin protección. La militancia territorial. La militancia en el barrio, en el barro. La militancia en la villa. Militancia villera. Peronismo villero. Montoneros villeros. La opción por los pobres. Sentir en lo más hondo cualquier injusticia. El barro se hace cotidiano, corridas de aquí para allá, con la beba recién nacida. Corriendo por los techos a  los tiros. El compañero desaparece. La niña queda huérfana de padre. La madre llora a su compañero que llora a su hija. Esa hijita que ya no se verá más. La madre sigue. De casa en casa. De ayuda en ayuda. Los compañeros son hermanos. Se cuida al otro como a uno. La vida por el otro. La llegada a la calle Carro. Flaquita, linda, cansada, angustiada pero feliz. Los encuentros fugaces y clandestinos con su padre. Ese padre hermoso, flaco, de anteojos, que la espera en un banco de la plaza para tener los quince minutos más lindos del día, en los que planea con su hija la vida linda y tranquila después del triunfo, sabiendo del peligro, sabiendo de la muerte pisándole los talones. Tiempo cumplido. Hasta dentro de una semana o quince días. Quién sabe. Adiós hijita, cuidate, que te vaya bien, te quiero mucho. La lucha es justa y necesaria, adiós padre, te quiero mucho, pronto nos veremos y estaremos a puros besos. Te quiero papa. El encuentro fugaz, rápido, clandestino se iba, hasta la semana siguiente, la tristeza se quedaba detenida, congelada en ese banco de plaza, en ese asiento de micro, en esas calles porteñas que veían caminar a ese padre, a esa hija, juntos de la mano, apretándose, queriéndose, llorándose, extrañándose, soñándose juntos. La maldita muerte y los brazos de sus sicarios nunca permitirían sus planes. Los dueños de la vida y la muerte no permitieron esos abrazos, esos besos, esas corridas, jugadas de ajedrez lecturas y martes por la tarde, lunes por la noche, o el fin de semana en el Tigre. La vida dura y clandestina del que deja su vida por los otros, por otro que es millones. La comodidad de la casa por la corrida por la capital y el conurbano. La vida pobre y la pobre vida de los jóvenes convertidos en adultos combatientes, dejando uñas y dientes, pellejo y sangre, hasta los pulmones por el otro. La vida por ese otro que será millones, ayer, hoy y siempre. La sangre joven regada en nuestras tierras. Los traqueteos del fusil, la ráfaga del Halcón que hace esconder a los milicos debajo de sus tanques y sus verdes coches. Risas y ráfaga de halcón, a la madrecita lo novedoso la hacia reír, tomen milicos hijos de puta, a tiro limpio el escuadrón Montonero banca la casa de la calle Carro. Hilda y otro compañero en los techos entre ráfagas de halcón y Faps hacen esconder a los milicos. El combate dura horas. Los guerrilleros amanecidos a los tiros, de pijamas y camisón. La vida de pibes adultos, jóvenes guerrilleros, cagándose a tiros por la vida digna de un pueblo que necesitaba decirle basta a la opresión y la dictadura. El padre clandestino que se entera del destino de su preciosa y amada hija. Combatieron como leones, como fieras, le bate un vecino. La hijita querida que se marcha, dejando su noble y hermosa vida. Los muchachos de la planta baja, son los primeros que pierden, la casa de la calle Carro perdió el primer piso, los tres pibes fusilados, el dúo del techo banca hasta lo ultimo. Los esperan. Silencio. El tiempo se detiene, entre humo y olor a pólvora, llantos de la beba. Se asoma la piba en camisón, milicos de mierda, ustedes no nos matan, nosotros elegimos morir. Se desgarran un tiro en la cabeza cada uno. Demasiado dolor para caer en mano de los chacales, el dolor padecido por cada compañero torturado se siente en carne propia, el pecado no era no hablar, sino caer. Los disparos son el prologo de la muerte, de la desolación y de la bebita sola, en su camita, llorando a moco tendido, su padre desaparecido, su madre dejando su vida en los techos por la vida de millones, incluida la de su propia hija. Cinco cadáveres y una beba en una cama, el ejercito arrasa con todo. El padre llora la partida de su hija, lo preocupa el destino de su nieta. Llora las lagrimas de su hija, las lagrimas de su nietita. El padre escribe la carta a su hija, le dice adiós, no podré despedirme, vos sabes por qué. Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria. Ahí te guardo, te acuno, te celebro y quizás te envidio, querida mía. El padre escribe la carta a sus amigos, les dice como vivió su hija, no vivió para ella: vivió para otros, y esos otros son millones. Su muerte sí, su muerte fue gloriosamente suya, y en ese orgullo me afirmo y soy yo quien renace de ella. El padre escribe una carta a los milicos asesinos que están destruyendo la juventud de su país, persiguiendo a todo aquel que piensa diferente a ellos, el padre le dice a los milicos que la censura de prensa, la persecución a intelectuales, el allanamiento de mi casa en el Tigre, el asesinato de amigos queridos y la pérdida de una hija que murió combatiéndolos, son algunos de los hechos que me obligan a esta forma de expresión clandestina después de haber opinado libremente como escritor y periodista durante casi treinta años. Luego no lo verán más. No lo veremos mas. Pero lo seguimos y lo seguiremos leyendo. Así, quedan para siempre en nuestros corazones y nuestra memoria aquella juventud maravillosa que creyó que el otro era uno y que la dignidad era dejar hasta la propia vida por el otro, por el bien estar del otro, por la felicidad de un pueblo, que después de unos cuantos años,  empieza a salir del largo sueño embrutecedor al que lo sometieron. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario